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PREGÓN PASCUAL



La palabra "Exultet" con que empieza el el pregón y que en  realidad afecta sólo al prólogo, ha dado nombre a la pieza entera,  que también es llamada "praeconium paschale", proclama, pregón. Primero anuncia el diácono a todos la alegría de la Pascua,  alegría del cielo, de la tierra, de la Iglesia, de la asamblea de los  cristianos. Esta alegría procede de la victoria de Cristo sobre las  tinieblas.
Tras esta primera parte, que lo mismo que su continuación era a  menudo improvisada sobre el tema de la resurrección, el diácono  entona la gran Acción de gracias. Su tema es la historia de la  salvación resumida por el poema: recuerda la redención que redimió  el pecado de Adán, rememorando luego las figuras de esta  redención: el Cordero pascual, el Mar Rojo, la columna de fuego. En  esta noche se da la salvación y Cristo alcanza su victoria. Entonces  el diácono expresa, en términos aún más poéticos, lo que acaba de  cantar y ensalza la venturosa noche en que se rompen las cadenas  de la muerte, noche de la condescendencia de Dios para con  nosotros, noche de la inestimable ternura de su amor, pues para  rescatar al esclavo entregó a su propio Hijo; canta el diácono a la  "feliz culpa", feliz por haber tenido tan augusto redentor. Después  canta el diácono al cirio mismo que la Iglesia toda ofrece. Que este  cirio arda sin apagarse, y que el lucero matutino (que es Cristo) que  no conoce ocaso, al salir del sepulcro lo encuentre ardiendo  todavía.


Exulten por fin los coros de los ángeles,
exulten las jerarquías del cielo,
y por la victoria de Rey tan poderoso
que las trompetas anuncien la salvación.
Goce también la tierra,
inundada de tanta claridad,
y que, radiante con el fulgor del Rey eterno,
se sienta libre de la tiniebla
que cubría el orbe entero.
Alégrese también nuestra madre la Iglesia,
revestida de luz tan brillante;
resuene este templo con las aclamaciones del pueblo.
En verdad es justo y necesario
aclamar con nuestras voces
y con todo el afecto del corazón
a Dios invisible, el Padre todopoderoso,
y a su único Hijo, nuestro Señor Jesucristo.
Porque él ha pagado por nosotros al eterno Padre
la deuda de Adán
y, derramando su sangre,
canceló el recibo del antiguo pecado.
Porque éstas son las fiestas de Pascua,
en las que se inmola el verdadero Cordero,
cuya sangre consagra las puertas de los fieles.
Ésta es la noche
en que sacaste de Egipto
a los israelitas, nuestros padres,
y los hiciste pasar a pie el mar Rojo.
Ésta es la noche
en que la columna de fuego
esclareció las tinieblas del pecado.
Ésta es la noche
en que, por toda la tierra,
los que confiesan su fe en Cristo
son arrancados de los vicios del mundo
y de la oscuridad del pecado,
son restituidos a la gracia
y son agregados a los santos.
Ésta es la noche
en que, rotas las cadenas de la muerte,
Cristo asciende victorioso del abismo.
¿De qué nos serviría haber nacido
si no hubiéramos sido rescatados?
¡Qué asombroso beneficio de tu amor por nosotros!
¡Qué incomparable ternura y caridad!
¡Para rescatar al esclavo, entregaste al Hijo!
Necesario fue el pecado de Adán,
que ha sido borrado por la muerte de Cristo.
¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!
¡Qué noche tan dichosa!
Sólo ella conoció el momento
en que Cristo resucitó de entre los muertos.
Ésta es la noche
de la que estaba escrito:
«Será la noche clara como el día,
la noche iluminada por mí gozo.»
Y así, esta noche santa
ahuyenta los pecados,
lava las culpas,
devuelve la inocencia a los caídos,
la alegría a los tristes,
expulsa el odio,
trae la concordia,
doblega a los poderosos.
En esta noche de gracia,
acepta, Padre santo,
este sacrificio vespertino de alabanza
que la santa Iglesia te ofrece
por rnedio de sus ministros
en la solemne ofrenda de este cirio,
hecho con cera de abejas.
Sabernos ya lo que anuncia esta columna de fuego,
ardiendo en llama viva para gloria de Dios.
Y aunque distribuye su luz,
no mengua al repartirla,
porque se alimenta de esta cera fundida,
que elaboró la abeja fecunda
para hacer esta lámpara preciosa.
¡Que noche tan dichosa
en que se une el cielo con la tierra,
lo humano y lo divino!
Te rogarnos, Señor, que este cirio,
consagrado a tu nombre,
arda sin apagarse
para destruir la oscuridad de esta noche,
y, como ofrenda agradable,
se asocie a las lumbreras del cielo.
Que el lucero matinal lo encuentre ardiendo,
ese lucero que no conoce ocaso
y es Cristo, tu Hijo resucitado,
que, al salir del sepulcro,
brilla sereno para el linaje humano,
y vive y reina glorioso
por los siglos de los siglos.
Amén.

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